Amy Goodman y Denis Moynihan, desde el epicentro de la pandemia.
El 23 de marzo, el secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, António Guterres, hizo un importante llamamiento: “Nuestro mundo se enfrenta a un enemigo común: la Covid-19. Al virus no le importa la nacionalidad o el origen étnico, la facción o la fe. Ataca a todos implacablemente. Mientras tanto, los conflictos armados continúan arrasando pueblos de todo el mundo […] La furia del virus ilustra el sinsentido de la guerra. Es por eso que hoy pido un alto el fuego en todos los rincones del mundo. Es hora de poner en confinamiento el conflicto armado y enfocarnos juntos en la verdadera batalla de nuestras vidas”.
La petición del secretario general de la ONU ha cosechado algunos resultados positivos. El 3 de abril, Guterres informó que se había acordado el alto al fuego en Camerún, República Centroafricana, Colombia, Libia, Birmania, Filipinas, Sudán del Sur, Sudán, Siria, Ucrania y Yemen. Documentar la existencia real de un alto el fuego es algo difícil de hacer, ya que la llamada “niebla de la guerra” atenta contra los intentos de lograr la paz. El secretario Guterres agregó: “Para silenciar las armas, debemos alzar las voces por la paz”.
Guterres remarcó un punto de vital importancia: el nuevo coronavirus es un enemigo común. Es capaz, como hemos aprendido dolorosamente, de matar a grandes cantidades de personas, sin importar cuáles sean sus banderas. Como lo demostró el brote en el portaaviones estadounidense Theodore Roosevelt, incluso permanecer a bordo de un buque naval nuclear valuado en 5.000 millones de dólares no ofrece suficiente protección. Y el nivel extremo de contagio de la Covid-19 seguramente rondará en la mente de los casi mil cadetes de la Academia Militar West Point, la camada más reciente del cuerpo de oficiales de élite del Ejército de Estados Unidos. Los cadetes evacuaron el histórico campus de la Academia en marzo, cuando el Ejército declaró la emergencia de salud pública. Ahora están siendo forzados a regresar al campus en junio, después de que el presidente Donald Trump anunciara imprevistamente que iba a pronunciar el discurso de su ceremonia de graduación, que había sido previamente cancelada.
El secretario General de la ONU, António Guterres, señaló en su solicitud de alto el fuego: “Los más vulnerables –las mujeres y los menores, las personas con discapacidad, los marginados y los desplazados– pagan el precio más alto”.
Los refugiados de los conflictos que asolan el mundo a menudo se encuentran en campamentos atestados de gente y carecen de condiciones sanitarias adecuadas, lo que constituye un caldo de cultivo ideal para la expansión de la Covid-19. En un campo de refugiados de la isla de Chios, en Grecia, desde hace mucho tiempo descrito como “un infierno”, los residentes recientemente protestaron por la muerte de una mujer iraquí, después de padecer una fiebre. Los residentes del campamento consideran que la muerte se debió a la Covid-19, y que, como todos allí, la víctima sufrió un tratamiento médico paupérrimo. En ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México, los solicitantes de asilo enfrentan la amenaza de infección, ya sea en campamentos precarios que han surgido en ciudades mexicanas fronterizas como resultado de la política de “permanecer en México” del gobierno de Trump, o en cárceles del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas como el Centro de Detención Otay Mesa en San Diego, una cárcel privada administrada por la empresa CoreCivic, donde los guardias atacaron y rociaron con gas pimienta a los prisioneros ante su demanda de acceder a mascarillas protectoras.
Los campos de refugiados palestinos en Gaza y Líbano también corren mayores riesgos de infección por Covid-19, exacerbados por largas décadas de empobrecimiento sistemático, condiciones sanitarias inadecuadas y la negación del acceso a la atención médica.
La pandemia de Covid-19 ha provocado una mirada retrospectiva hacia pandemias anteriores, como la pandemia de gripe de 1918, que arrasó el planeta y causó la muerte de una cifra estimada de entre 50 y 100 millones de personas. Incluso puede haber acelerado el final de la Primera Guerra Mundial, ya que aniquiló a miles de soldados de ambos bandos. Esta enfermedad ha sido llamada durante mucho tiempo “gripe española”, un nombre inapropiado, ya que es casi seguro que no se originó en España. Las noticias sobre esta gripe fueron censuradas en Francia, Reino Unido y Alemania, tres de los países en guerra, pero no en España, que se convirtió en la fuente clave de las noticias de la pandemia europea; de ahí su nombre. Un brote en Kansas provocó la infección de miles de soldados estadounidenses destinados a luchar en Europa, lo que colaboró con la propagación mundial de esta gripe letal.
En los inicios de la Primera Guerra Mundial, mucho antes del flagelo de la gripe, se produjo un notable alto el fuego, aunque de corta duración. En la víspera de Navidad de 1914, a lo largo del Frente Occidental, los soldados alemanes cantaron villancicos desde sus trincheras y poco después las tropas británicas y francesas hicieron lo propio. Al amanecer, se había establecido un alto el fuego informal. Los soldados abandonaron sus trincheras para abrazar a sus enemigos en medio del campo de batalla, jugar al fútbol y compartir champán y cigarrillos.
Esa pandemia, esa guerra y la “tregua de Navidad” son ahora recuerdos distantes. ¿Hemos aprendido algo? La forma en que enfrentemos el coronavirus como comunidad mundial nos lo dirá. El secretario general de la ONU reclamó el alto el fuego el pasado 23 de marzo, cuando la cantidad de casos confirmados en todo el mundo era “solo” de 300.000; desde entonces ha aumentado a más de tres millones. Guterres concluyó su llamamiento con las siguientes palabras: “Hay que poner fin a la enfermedad de la guerra y combatir la enfermedad que está devastando nuestro mundo. Se debe comenzar por detener los enfrentamientos armados en todas partes. Ahora”.