Edmundo Orellana
Este 27 de enero se cumplen dos años del peor gobierno que registra la historia del país. Nada de lo hecho ha sido bueno para el país ni nada bueno podrá hacer durante el tiempo que le falta.
No obstante, serán dos años en los que se alimentará la esperanza de resolver todos los problemas que deja este gobierno. En su ayuda vendrá la oposición política que estará ocupada, inicialmente, en escoger a sus candidatos mediante un proceso interno que algunos partidos no podrán eludir por su naturaleza y tradición, como es el caso del PL, cuyos candidatos siempre han resultado de una contienda electoral interna agresiva, onerosa y desgastante. Luego vendrán las elecciones generales precedidas de una larga y costosa campaña electoral.
Serán, pues, dos años saturados de campaña electoral en los que el gobierno podrá pasar sin hacer nada y nadie podrá enterarse y si se enteran no importará porque todos estaremos esperando que el proceso electoral nos ofrezca el o la salvadora de Honduras.
No importa que a la mitad de la población políticamente activa le repugne la campaña electoral y decida no votar; igualmente estará bombardeada por los anuncios publicitarios por los que se vendan los productos electorales. Retornará, entonces, la musiquita pegajosa, las promesas electorales y todos los demás productos que se oferten durante la campaña electoral; todos ellos con una característica común, su toxicidad.
Ese ambiente enrarecido que provocan las campañas electorales será más embrutecedor en esta ocasión porque servirá para que ignoremos, durante dos años, que estamos bajo el peor gobierno de la historia de Honduras. Con sus mítines, discursos, caravanas y anuncios publicitarios nos tendrán entretenidos, mientras se agudiza el desempleo, aumenta la pobreza, la inseguridad crece y las oportunidades reales desaparecen.
Lo curioso de estos procesos electorales que surgieron después del golpe de Estado es que produjeron nuevos partidos que se publicitan como más democráticos que los tradicionales, pero su estructura interna los desmiente. Son partidos cuyos militantes siguen un líder único a quien consideran la encarnación de sus principios y valores; de ahí, que la sumisión incondicional sea el requisito esencial para participar, lo que no permite opiniones contrarias a la del caudillo y quien se atreva a desafiarlo será tratado como disidente por la militancia. No es extraño, entonces, que su candidato sea el que decida el caudillo.
En estos partidos nuevos nadie que no se someta al caudillo tiene futuro. El caso del partido “Salvador de Honduras” es el más turbador porque el líder único lo promueve como “su” partido. Los “nuevos” demócratas, entonces, se publicitan con estructuras políticas cuyo poder no está en su base sino en su vértice y se manifiesta autoritariamente, sin posibilidad de que se promueva el debate interno y mucho menos el nacimiento de movimientos nuevos al margen de la voluntad del caudillo, en quien recae no solo la autoridad máxima sino la personificación misma del partido, por eso ningún símbolo es más representativo de esos partidos que sus caudillos.
Estas circunstancias nos exigen respuestas a preguntas como la siguiente: ¿Hacia dónde vamos con estos nuevos partidos? ¿Tienen idea de lo que deben hacer más allá de lo que piense el caudillo? ¿Están preparados para atender los retos del nuevo gobierno?
Y no es que los partidos tradicionales nos ofrezcan un mejor panorama. Sin embargo, al menos en el PL, todavía se pueden impulsar movimientos sin necesidad de obtener la venia de sus autoridades. Sin embargo, su división interna será el principal obstáculo por vencer en este proceso electoral interno, del que resultará electo no el que ofrezca una mejor propuesta de gobierno, sino el que tenga el talento para conciliar las fuerzas en pugna. Eso significa que no será el futuro del país el que preocupe en esta justa electoral interna, sino el pasado y el presente del partido.
En iguales circunstancias se encuentra el PN, que por primera vez exhibe una división que amenaza su principal característica, someterse a una autoridad común, sin importar quién o quiénes sean. Esa dispersión puede pasarle factura en las próximas elecciones generales.
En todo caso, quien gana en este proceso electoral, independientemente de quien resulte victorioso, será el gobierno, que pasará estos dos años defendiéndose de las críticas masivas y sostenidas de la oposición, pero nadie está preparado para lo que viene: el tenebroso legado de este gobierno.
Para que nunca más suceda lo que hemos vivido, debemos decir con fuerza: ¡BASTA YA!
Y usted, distinguido lector, ¿ya se decidió por el ¡BASTA YA!?