Edmundo Orellana
Catedrático universitario
Es curioso que sean los pastores y no los curas quienes están pujando por participar en política sin renunciar a su investidura de ministros religiosos, lo que se deduce del tuit del diputado-presidente enfatizando en los pastores y en el que informa, que presentó un proyecto de reforma para que puedan aspirar a cargos de elección popular, justificándolo con estas palabras: “son personas de buenos sentimientos y con una misión en la vida de salvar almas, debe permitírseles también participar en política”.
Esa justificación no es suficiente para lanzar al cesto de la basura histórica la conquista del liberalismo de separar la política de la religión y el Estado de la Iglesia. Razones abundan y fueron desarrolladas, muy eficientemente, por los próceres centroamericanos en su momento, especialmente el Sabio Valle, por cierto, paisano del diputado-presidente, y Morazán, entre otros.
La política activa es un campo de batalla en el que se enfrentan candidatos. No se intercambian piropos sino acusaciones, descalificando al adversario, personal y políticamente. ¿En eso quieren participar los pastores? Entonces, abandonarán su misión de salvar almas. Entrarán en un mundo de intrigas, conspiraciones y pactos bajo la mesa, operaciones, que, por su carácter clandestino, en ningún caso podrán reputarse “santas”.
Su condición de “personas de buenos sentimientos” será abandonada desde su postulación, porque, a partir de ese momento, su único interés será vencer a sus contendores, que en las elecciones primarias serán sus propios correligionarios, y en las elecciones generales serán los candidatos de los demás partidos, todos ellos almas -que seguro serán cristianas- a las que deseará ver fracasar, en lugar de salvarlas para la eternidad.
A todo esto, súmele, distinguido lector, el argumento de siempre. Llevarán en su mochila una ventaja que no tendrán los contendores: su condición de “hombre o mujer de Dios”, que tiene el privilegio de hablar con el Todopoderoso sin intermediarios y de ser, además, la voz autorizada para hablar en su nombre a los mortales. Para un pueblo creyente y temeroso de Dios, como el nuestro, una declaración religiosa proveniente de un ministro religioso es un mandato divino. Si, por ejemplo, dicen que en sueños el Señor les dijo que quien no vote por los pastores se quemará en el infierno por una eternidad, multitudes de fieles atenderán sobrecogidos el divino mensaje.
Si llegan a ocupar el cargo de elección popular con la investidura de pastores, no podrán abjurar de su condición y se comportarán como tal. Si como ministro religioso proclama que quien no se congregue en su iglesia, incluso si es cristiano, se rostizará en las llamas eternas y más aún aquel que profese una religión no cristiana, como el musulmán, qué no podrá proclamar como funcionario contra esos infieles que atentan contra su fe.
Igual actitud asumirán con relación a las leyes de los hombres. Porque su deber, como pastor, es cumplir con la ley divina, por sobre las mortales, cuya imperfección invita a abrir las esclusas del mal.
El auténtico ministro religioso está entregado a su misión de mandar redimida al paraíso cuanta alma descarriada encuentre en este mundo pecaminoso. Su visión es lo divino y su misión es llegar a la morada de Dios, precedido y acompañado por las almas impuras que logró convertir. Hagámosles el favor de dejarlos donde están. No los pervirtamos, rebajándolos a ese mundo de intrigas, conspiraciones y traiciones, contaminando su visión y degradando su misión. No permitamos que se expongan a caer en el inframundo, en las garras de Lucifer. Dios los necesita en sus iglesias, congregados con su grey, difundiendo su palabra y rescatando almas de las pezuñas de satanás.
Desde sus orígenes el liberalismo abanderó la separación del Estado y la Iglesia, de la política y la religión. Nuestros próceres, fieles al liberalismo, consagraron en sus leyes, especialmente la Suprema, que la única forma de respetar la fe de cada quien, era no intervenir en sus creencias religiosas, dejando que cada persona profese libremente la de su elección, y para garantizarlo proclamó la separación entre el Estado y las iglesias y la política y la religión, prohibiendo que se utilizase la investidura de ministro religioso en el ejercicio de las funciones públicas para evitar atentados contra la libertad religiosa y contra la laicidad del Estado.
Revertir esta conquista de la razón ilustrada es regresar a la época del dogma, de la intolerancia y de la discriminación religiosa, con las consecuencias que la historia enseña y que podemos observar, actualmente, en los países del medio oriente cuyo universo político y vida social se guían por las milenarias e inflexibles reglas de su religión.
¿No será mejor legislar para evitar que nuestra gente huya de Honduras, a la que percibe como un infierno cuyas llamas alimentan decisiones como esta?