Nueva crisis humanitaria

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Edmundo Orellana
Catedrático universitario
A la caravana de cientos de hondureños que decidieron abandonar el país se han sumado miles. Se estima que son más de cinco mil.

Niños, minusválidos y ancianos están entre los hombres y mujeres que huyen, sorteando aduanas, ríos embravecidos y puntos ciegos fronterizos. Van hacia Estados Unidos en una aventura en la que todo está en riesgo. No les importa. Huir es su imperiosa necesidad, aunque en el intento pongan en peligro su vida y la de su familia.

¿De quién o de qué huyen? De quienes gobiernan y de quienes quieren gobernarlos. Están convencidos de que su precaria situación no cambiará con este u otro gobierno que opere con estas políticas y con estas reglas. Saben que lo que viene será igual o peor, porque están condenados por el sistema político, económico y social opresor y degradante de la dignidad humana que los rige.

La crisis hondureña, que los expulsa de su país, la llevan consigo a Guatemala y a México, cuyos gobernantes ofrecieron una lección de buen gobierno al hondureño, quien, en reacción al cibernético exabrupto del irrespetuoso gobernante gringo, de cortar la cooperación financiera, cierra fronteras y usa la fuerza para evitar que, aquellos que aún se encuentran en territorio nacional, se unan a los que entraron en Guatemala, al tiempo que lanza amenazas contra los que él supone son los que dirigen la caravana, de castigarlos severamente.

El presidente de Guatemala y el presidente electo de México se comportaron como estadistas en esta crisis. Aquel ripostando a un iracundo Trump que la cooperación no se condiciona y que protegerá a los emigrantes hondureños, y el mexicano, en un acto de generosidad sin precedentes, decidió acogerlos con visas de trabajo, si desean permanecer en tierra azteca. ¡Qué diferencia! Mientras el hondureño los amenaza, cierra fronteras y, de ser necesario, los apalea, los gobernantes extranjeros extienden sus brazos para acogerlos en una calurosa bienvenida. Bastó poner un pie en territorio extranjero para que sintieran el trato que desearían tener en su patria.

Los que huyen encontrarán en tierras mexicanas lo que su país les negó. Ellos resolverán su problema, no así el gobierno. ¿Cómo evitará este que los hondureños sigan emigrando si allá tendrán lo que aquí se les niega? Pero cada nueva caravana que se organice será vista por los gringos como una amenaza, responsabilizando por ello al gobierno, a quien Trump, en un tuit, acusó de no tener control sobre su población, acicateada por la crisis interna del país.

Está en aprietos el gobierno. De cumplir Trump su amenaza, contará con menos recursos para financiar su presupuesto, altamente deficitario.

En estas circunstancias, nadie piensa bien y es difícil encontrar el camino acertado para atender la crisis. Al gobierno solo se le ocurre decir que están regresando, enfatizando que fueron engañados, aunque los reportajes de los medios extranjeros lo desmientan, y promueve campañas ofreciendo oportunidades de trabajo en el sector público y privado, que, de repente, han surgido en grandes cantidades. Qué raro, antes de irse no había ni una; ahora es que son miles las oportunidades de trabajo.

Mientras esto ocurre, las relaciones entre el gobierno hondureño y los vecinos no deben ser las mejores, porque, su desgobierno, le ha generado problemas adicionales a Guatemala y nuevos al gobierno que está por asumir en México. Pero son las relaciones con Trump las que pasan los momentos más difíciles, por el carácter de este, su política antiemigrante y, particularmente, su odio contra los latinos, a quienes ve como “piojosos, sucios, borrachos, irresponsables, drogadictos y criminales”.

Esta nueva crisis humanitaria es responsabilidad del gobierno continuista e inconstitucional. Fracasó estrepitosamente.

Incapaz de atender las necesidades elementales de su pueblo es el responsable de que este, desesperado y perdida toda esperanza en su patria, decida huir. Estados Unidos es lo que más suena en sus oídos, pero si México es una opción, la acepta de mil amores.

Este dramático éxodo de hondureños es un indicador incuestionable de que el país anda muy mal y que sus problemas son tan profundos que no podrán resolverse a corto ni mediano plazo, ni con fórmulas demagógicas y populistas. Pero también es una inequívoca señal de que se requiere, además de un golpe de timón, un nuevo timonel.

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