Jorge Luis Oviedo
De los libros de piedra, como la escalinata jeroglífica o las estelas de Copán, de los pergaminos y papiros que quemó Omar en la biblioteca de Alejandría, de las enormes páginas de los códices mayas y aztecas al surgimiento de la imprenta de tipos móviles primero, y a las páginas electrónicas actualmente, el libro ha cambiado, únicamente de forma, pero ha permanecido, en su ser esencial, como un dios, inalterado.
Y es que el libro no es por el soporte (piedra, barro –crudo o cocido–, madera, papel, piel, plástico, cuarzo líquido, holograma, cristal de roca, aluminio, acero inoxidable, o como lo fue desde siempre, tradición oral); sino por la unidad de su contenido, por el pensamiento que lo nutre y le da sustancia.
¿Acaso la Biblia (libro de libros) no está conformado por muchos libros que en otros tiempos fueron parte de la memoria de un pueblo? ¿Y nuestro Popol Vuh, no era acaso libro real antes de ser plasmado por escrito en quiché con caracteres latinos para ser traducido luego al castellano, al francés y a todas las lenguas en que hoy se lo conoce?
Hace ya más de medio siglo que Ray Bradbury, fabuló maravillosamente algo en torno a la memoria de los hombres. En su novela R.B. nos presenta a los bomberos ya no dedicados a apagar fuegos, sino a quemar libros; porque en ese mundo del futuro (el de hoy, prácticamente) los dirigentes de la humanidad habían «descubierto» una forma de hacer feliz a la gente: evitar pensar o reflexionar. Por esa razón los bomberos en vez de sofocar incendios quemaban los libros, porque estos hacen pensar a la gente y, por tanto, provocaban infelicidad. Al final el héroe de la novela, un ex bombero, perseguido por sus colegas, logra evadir los cercos de la ciudad y descubre, en la selva cercana a la urbe, a decenas de individuos que portan en su memoria, los libros clásicos.
Son los guardianes del tiempo y la memoria, los archivos vivos, que recitan para los demás, libros completos o pasajes de éstos, como seguramente alguna vez recitó Homero, pasajes de la Ilíada.
Y es que la palabra, por sí misma, no es nada, se queda sin sustancia, en cambio como parte de una historia es otra cosa, adquiere cuerpo, espacio, dimensiones temporales. Es alguien, un pensamiento desarrollado, una idea plasmada, una historia contada; y, ya no importa si sobrevive a través de la tradición oral o por medio de la escritura en cualquier soporte, sea éste de barro, piedra, papel o cuarzo líquido.
En este caso es totalmente válido aplicar aquello que, la interpretaciones del Príncipe de Maquiavelo, recomiendan para algunas decisiones político-militares: «el fin justifica los medios».
En otras palabras, en lo que respecta al libro o al desarrollo de una idea a través del lenguaje verbal: El fin justifica el soporte.
El libro impreso o el manuscrito, sin embargo, tienen a pesar de todo, al menos para los que nos gusta leer, un efecto especial, y es que a través del libro entra uno en un espacio muy íntimo, que lejos de aplacar la imaginación, la expande.
Y en este caso hablo de un tipo, muy especial de libros, los literarios.
No habrá realidad virtual, juego, diálogo, interacción, etc. capaz de suplir el goce que provoca la lectura imaginativa; porque ceder a ese goce, es asumir la posición del pasivo espectador de melodramas o de películas y series de “acción”,.
Releer a Quevedo; Neruda, García Márquez, Homero o Cervantes es siempre una experiencia nueva, no le queda a uno la sensación del juego manual o electrónico que una vez que lo dominamos nos aburre.
Que don Quijote se pueda leer o escuchar en las páginas de una reproductora electrónica es hoy una ventaja.
Que las actuales y futuras generaciones se estén habituando más a los olores de los aparatos electrónicos que a los de la tinta y el papel, como muchos nos habituamos al olor del caucho recalentado de los automóviles y ya no al de los sudores del caballo y al cuero de las monturas como nuestros abuelos, es normal; pero los libros, sus ser unitario esencial, siempre estará allí; y la lectura, seguirá siendo íntima, personal: en el avión, en el tren, en el autobús, en el servicio sanitario o en los viajes espaciales de futuras décadas; en el estudio o en la oficina, sin importar el soporte que sirva para establecer ese necesario diálogo en privado, en solitario; porque el don de la lectura, además de un hábito es una especie de rito y privilegio personal a la que no todos renunciarán en el futuro, como bien ha ocurrido en el siglo actual, ni el cine, ni la radio ni la televisión ni ninguna otra forma de comunicación electrónica, será capaz de hacernos renunciar a ese goce.