Edmundo Orellana) La pandemia nos dejará un enorme y perjudicial legado con el que tendremos que lidiar en adelante.
La confirmación de que privatizar los servicios públicos es un error colosal que nos impide dar respuesta efectiva a las emergencias como la que enfrentamos con el coronavirus, es parte principal de ese legado. Hasta ahora, las emergencias se concentraban en la población de escasos recursos con padecimientos propios de un país pobre y atrasado, pero el coronavirus nos puso a todos en un plano de igualdad, de modo que todos, sin importar el patrimonio acumulado, estamos expuestos a la infección y a la muerte, lo que plantea la necesidad de retomar el modelo que postula el sistema único y universal de salud, y, en general, recuperar los servicios públicos concesionados.
La eficacia de los mecanismos para combatir la pandemia nos exige asumir el dilema entre autoridad y libertad. Para combatirla es inevitable la restricción de las libertades y, por temor a la pandemia, la población se resigna. El miedo es la causa principal que nos mueve a ceder nuestra libertad. Por miedo al crimen nos encerramos en jaulas de hierro en nuestros barrios y colonias; ahora, por miedo al virus nos encerramos en nuestras casas, como si estuviésemos en arresto domiciliario. El peligro es que la autoridad avance y la libertad retroceda irreversiblemente, porque esta situación de emergencia continuará mientras no se encuentre la cura del coronavirus, aunque la infección disminuya, para atender las demandas que surjan de la devastación económica y social que provoque la pandemia; en otras palabras, el Estado de Excepción se prolongará por el tiempo que dure el peligro de infectarse por el trato personal, lo que podría ir más allá de lo que se ha estimado porque la mayoría de la población, sumida en la pobreza, tendrá que exponerse irrespetando la cuarentena ya que necesita salir de su casa para asegurar la comida de su familia.
La clase media disminuirá acelerada y drásticamente. Los micro, pequeños y medianos empresarios que el prolongado Estado de Excepción, el cobro de los servicios públicos y la mora en el pago de sus obligaciones fi nancieras, condenen al cierre, difícilmente podrán recuperarse; tampoco podrán recuperarse las víctimas de despidos masivos y de suspensión de contratos laborales, porque el mercado quedará tan deprimido que su futuro laboral parece muy incierto.
Los productores que no pueden operar o que no pueden colocar efi cientemente sus productos en el mercado, tendrán serias difi cultades para honrar sus compromisos; igualmente, aquellos que exportan sus productos, porque los mercados de los países a los que exportan están cerrados u operan con limitaciones.
Los que sortearán la crisis holgadamente son las entidades financieras porque siempre podrán recuperar los créditos, sea ejecutando al deudor o cobrando el seguro del crédito irrecuperable. Brutal contradicción: los que nada producen saldrán airosos de la crisis; los productores, en cambio, serán aplastados por esta. Este es nuestro modelo económico.
Pero nada de esto tendrá consecuencias más grotescas que las que resulten del miedo a la infección, porque, para evitarla, debemos aislarnos de los demás. No es, pues, al virus al que tememos. Es al prójimo. Tememos al desconocido que, en el banco o en el súper, traspasa los límites de la distancia recomendada para evitar la infección, como también tememos la aproximación de los nuestros, de los más queridos: nuestra familia (no reciba visitas ni de familiares, nos recomiendan los expertos) y nuestros amigos. Durante la cuarentena no podemos socializar con nuestros hijos, con nuestros nietos y, en general, con nuestra familia, y este distanciamiento será por el tiempo que dure la emergencia. Y mientras no se encuentre la cura veremos en el prójimo al portador de la muerte.
Prueba de ello son las escenas de pobladores evitando, presas del pánico, que extraños lleguen a sus comunidades por temor a contagiarse. ¿Hacia dónde nos conducirá este comportamiento? Es difícil preverlo, pero las relaciones interpersonales nunca serán las mismas, sea entre familiares o entre amigos. Imagínese, distinguido lector, cómo serán las celebraciones familiares o entre amigos, y hasta las tertulias, temiendo que entre estos haya un infectado.
La emergencia terminará como otras en el pasado. Lo importante es evitar que sus secuelas nos dañen irreparablemente, sea como personas o como sociedad. Para ello, debemos evitar que el miedo nos controle, imponiéndonos actitudes y conductas, porque, de no hacerlo, no solo perderemos nuestra libertad sino también nuestra propia humanidad.