Ha vuelto el Gran Circo Electoral. Para condimentarlo un poco les compartiré un fragmento de EL CANDIDATO (1993) y verán que todo sigue igual en ese ámbito; aunque es probable que la realidad haya superado la ficción.
“…Pero lo mejor de todo es que de diez, nueve le decían que sí; y el décimo tampoco le decía que no. Entonces empezó a dudar, ¿no podía ser? o ¿sí podía ser? ¿cómo era, entonces, la cosa? o¿ es que el pueblo de verdad era inteligente? (es decir pendejo, gozaba en sus adentros y en ocasiones tenía que morderse la lengua para evitar una sonora carcajada de caballo encelado) o¿ no lo era del todo y muchos se la estaban poniendo? ¿Y si la campaña de los de la competencia, como a veces le decía a la oposición, estaba dando resultado?: “Díganle que sí al Unificador para que se contente y crea que va a ganar”; porque cuando aparecía en los mercados la gente le decía que sí; si asomaba su desagradable figura en la salida de las fábricas, la gente también le decía que sí; y cuando estorbaba la entrada en los estadios o aparecía a medio partido en las graderías, abriéndose paso a la brava (bueno se lo abrían tres o cuatro grandulones, tapando la visión de los espectadores y dando machucones); y por eso más rápido le decían que sí; y cuando sacaban llave a los camerinos, allí estaba él, como salido de una mugrienta lámpara de keroseno y los jugadores y el entrenador le decían que sí; y los árbitros le decían que sí; y cuando las señoras se levantaban a las cuatro de la mañana a preparar el desayuno, lo encontraban sentado en la cocina con una taza en la mano, pidiendo café y el voto; y le tenían que decir que sí; y cuando los empleados públicos corrían a buena mañana a tomar el transporte público, lo veían leyendo de mentiras en el periódico, el resultado de una encuesta falsa que lo ponía a la cabeza de las preferencias electorales; y los adormitados pasajeros y el taxista o el conductor de autobús no tenían más remedio que decirle que sí; y cuando las señoras se bajaban los enormes canastos llenos de verduras y frutas en plena calle o en la puerta de alguna casa, surgía él, su chillona voz, desde el fondo del canasto, pidiendo, implorando como desesperado mendigo que le dieran el voto, porque cuando fuese presidente les devolvería el país más rico de mundo; y todo dicho con esa chillona voz imposible de olvidar, repitiendo hasta el cansancio: soy el futuro presidente; si alguien encendía el televisor, allí estaba él corriendo a cámara lenta tras la pelota de fútbol, hablando, siempre a cámara lenta a unos muñecos que representaban a los partidos de la oposición y disparando con ganas, pero sin potencia, al marco contra un portero que se lanzaba después que había pasado la pelota, y culminaba adornando la hazaña con un salto al estilo pelé, una corrida (acelerada en la edición) prodigiosa en zigzag dejando defensas y porteros driblados, al estilo Messi y hasta unas chilenas, donde se apreciaba el cuerpo del legendario goleador, Hugo Sánchez, pero con la cabeza en duplicado de El Unificador; y si alguien levantaba el auricular del teléfono, del otro lado sonaba su voz, exigiendo, pidiendo, mendigando como si ya no le quedaba aliento; y cuando Juan Pérez abría el periódico allí estaba su foto saliéndose del contorno de las páginas; y si Pedro Martínez levantaba una piedra en su huerto, no aparecía un alacrán o una serpiente, sino él, su presencia inaguantable, saltando como una rana; y si un pescador desprevenido tiraba del tenso cordel que sujetaba el anzuelo, no sacaba una mojarra o un bagre, sino a al Unificador, con aire de congo feliz, relamiéndose la herida del anzuelo y prometiendo, con una sonrisa de camarón que no se duerme, que durante su mandato habría tantos para pescar como sucedió en la época de Cristo con los apóstoles; y si Juana Rodríguez cerraba los ojos muerta de cansancio después de todas las labores del día, no penetraba a los parajes seguros de sus anteriores sueños para navegar a través de limpios esteros bordeados de un paraíso multicolor de flores de las más exóticas formas que la embriagaban de placer con su mixtura de olores, como le había prometido el pastor de su iglesia, sino que, como en un cine de mala muerte, se topaba de sopetón con la cara del Unificador, sonriendo cínicamente, mostrando sus dientes de conejo gigante y expidiendo un aroma de caballo sudado; y si Luisa de Jesús Domínguez soñaba, soñaba con él, con su abrazo libidinoso; y si Juan Domingo Torres, hastiado de ver siempre los mismos rostros y las mismas cosas en tierra firme, levantaba la vista al cielo queriendo hallar alguna imagen nueva en el ambiente o una idea certera para una nueva reseña pictórica, se lo encontraba en el aire, en pleno movimiento, con los brazos extendidos y volando en círculo como los buitres en busca de alguna desperdigada carroña; y cuando los lustrabotas del parque central abrían sus cajas de lustre a las seis de la mañana mientras llegaban los clientes habituales, aparecía también, confundido con las latas del betún y los cepillos y envuelto en un trapo de sacar brillo, chiquito y gritón como siempre, prometiendo cajas nuevas, con su rostro en el dorso (para variar) y cepillos importados para que los clientes quedasen más que satisfechos; y cuando Dominga López hacía un huevo estrellado, se topaba con que la yema no era la yema, sino la sonrisa impasible, monda y lironda, retocada y cínica del Unificador; y si Amílcar Donaire le echaba combustible a su carro, la gasolina tenía el color de la bandera del partido del Unificador; y si Pablo Argueta abría la gaveta de su oficina, lo divisaba con el bigote amarillo de las puntas, en primer plano, encima de todos los demás papeles; y si la secretaria María Antonieta necesitaba recordarle la fecha a su jefe, terminaba esquivando la mirada mendigante del Unificador; y si Óscar Amaya Armijo compraba un boleto de la lotería, cuando le daba vuelta al papelito, lo veía en el fondo, entre los numerosde, como en un nado adormecido en la quietud de un azul obligado por las circunstancias y en una aguas más muertas que vivas; y si el portero de la selección nacional de fútbol volaba, cuan largo es, según el decir de los cronistas deportivos (colegas de El Unificador en otra época en que lo apodaban Metralleta) la pelota se le deslizaba como mantequilla entre las manos, porque aparecía él, con su cara imborrable en los hexágonos del balón; y si Armando García, cansado de hablar hasta por los codos, paraba de contar perras o cuentos de camino real de su pueblo natal y lugares aledaños, para agarrar aire, surgía la aflautada voz del candidato, chirriante e insidiosa desde el rincón menos imprevisto con la cantaleta de siempre; y si Nolvia Ponce abría el maletero de su carro para buscar sus materiales de la clase, se lo encontraba agazapado, con la postura de un perro gordo agotado; y si Francisco Aguilar se sentaba a esperar la cena en el comedor de su casa no podía encender el televisor, porque le aparecería el Unificador masticando un bocado en el mercado; y si Galel Cárdenas se levantaba a las cuatro de la mañana a continuar el último relato o su nuevo poema, se encontraba con que la página no estaba en blanco, sino con la leyenda inevitable de Roberto Ramos PRESIDENTE; y si Aníbal Cruz hacía sus necesidades, en el fondo del agua del servicio se movía él, en el tornasol de una sirena empantanada y con su inconfundible rostro de conga de río; y si Dagoberto Posadas entraba al mercadito de su cuadra, allí lo encontraba con la mano tendida, la sonrisa fingida, la mirada de mendigo y la voz aniñada, explicando en lenguaje jurídico y con citas de autores grecolatinos y asegurando que Roma no se había construido en una noche, a los presentes y al dueño del negocio, los pormenores del cómo y el cuándo se saldrá del atraso y que el país no se inundará de agua, sino de dólares, verdes como el verde de nuestros futuros bosques; y cuando los cobradores de los buses extendían la mano para cobrar los pasajes, lo veían abriéndose paso a empellones, al otro extremo del pasillo, repitiendo su nombre, estrechando manos y pidiendo el voto y estorbando la circulación de los demás pasajeros; y cuando las prostitutas se dirigían a su cuarto a cumplirle a su cliente, a la hora de la verdad se encontraban con que su cliente tenía un cuerpo regordete, ligeramente achatado por la cabeza, abultado por el frente y aplastados por las nalgas y la fealdad de pesadilla de la cara del unificador y una mirada, ya no de limosnero, sino de amante traicionado y la angustia y la desolación de un condenado a muerte; y cuando los feligreses salían de la misa de seis se lo tropezaban con él a la salida de la iglesia, junto a los mendigos que extendían la mano para pedir una limosna, él para pedir el voto; y a los periodistas, durante las entrevistas, al final de su declaración, les pedía también el voto, pero la mayor parte no le respondían con una sonrisa, pero tampoco le decían que no; y le bromeaba a su mujer, cuando llegaba a casa, y ella le respondía, si cumplís como se debe en tus obligaciones nocturnas te diré que sí, porque de lo contrario le podría suceder como años atrás con un candidato que no sacó ni un voto en la urna en que le tocó votar a la familia…”
Fragmento del capítulo Las Apariciones, El Candidato, 1993. Jorge Luis Oviedo